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¡El obispo no pega ni una!

Mons. José Rafael Barquero Arce, obispo emérito de Alajuela, falleció este domingo 29 de noviembre, a los 89 años.

Por: Rodolfo González Ulloa, periodista

Yo, periodista implacable, con mi micrófono de cuchara recién sacada de un cajón de la cocina, y mis 9 años de edad a medio consumir, describía abiertamente lo que Evelyn Alfaro, la quinceañera capitana del equipo de béisbol, y por entonces mejor amiga de mi hermana Eugenia, pensaba en su frustración de manager improvisada con el marcador en contra: ¿En qué momento monseñor Barquero se metió a jugar béisbol en mi equipo? ¡Nos van tandeando!

Era el verano del 82, en Playas del Coco, en la casa de Zelmira Valverde, debajo de un árbol de Tamarindo y en un polvazal que de pronto se volvió diamante y estadio de los Dodgers de los Ángeles. La tarde anterior, aquella gran casa que mi tata alquiló cuatro veces-cuando se pudo- se llenó de visitantes que convirtieron las horas en un carnaval sin tiempo….de esos a los que se puede volver a veces, con solo cerrar los ojos y volver a pasar por el corazón (re-cordar).

Uno de esos visitantes fue monseñor Barquero, quien, estresado por las tensiones de la década del ochenta en su puesto de obispo de Alajuela, pidió cacao a mi tata y le dijo: ¿puedo ir dos días con ustedes a ver el mar y descansar un poco? ¡Por supuesto, monseñor! ¡Venga!

Así lo hacía con muchas familias: cuando podía se escapaba a almorzar, tomarse un trago, ir de paseo a dejar un regalito o comerse unas tortillas con queso, pero ante todo, a tener tertulia sabrosa. El Papa Francisco diría de él que era un pastor con olor a oveja. A casa llegaba a veces, y siempre era jueves, a las 11:30 de la mañana. ¡Quién sabe por qué! Se tomaba un trago de ron, acompañado con maní, mientras tertuliaba en la sala con mi tata. Luego almorzaba, se echaba una siesta de 12 minutos y antes de las dos en punto de la tarde regresaba a Catedral.

“David, aquí entre nos: ojalá me viniera un infartito y Dios me llevara con él” le dijo un día a mi Tata…

Yo lo supe porque a veces orejeaba las conversaciones de los adultos, cuando sabía que traían versiones de las cosas que pasaban en el mundo, en el país, y que no estaban escritas en los periódicos. Se lo comenté luego a mi tata y recuerdo que me dijo: ¡Qué salvada se pegó mi hermano Fernando al morirse antes de que lo hicieran obispo de Tilarán. Ese puesto es como una ferretería: solo clavos. Pobre hombre”.

Cuando monseñor Barquero almorzaba en casa, se sentaba a mi lado a la mesa. Por eso me vio crecer desde carajillo, con cara de yo no fui y sonrisa fácil; y después de adolescente, con espinillas en los cachetes y mucha tensión interior. En esos almuerzos se hablaba de todo: de lo que pasaba en el Vaticano, de la más reciente encíclica papal, de política y de vacilones de la familia.

Cuando llegaba a casa, siempre me extendía la mano grande, ancha de campesino. La mía cabía cuatro veces en la suya. Entonces me la estrechaba yo sentía que me la trituraba.

“Diay muchacho, es que yo volaba pala allá chiquillo en San Rafael de Heredia” me decía como riéndose de mi pinta de carajillo citadino.

Una tarde de febrero de 1983 llegó a mi casa, como a las cinco, a hablar con mis tatas. Al terminar se volteó y me dijo:

“Rodolfillo, ¿Usted ya hizo la primera comunión?”

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Yo le dije que sí. Él no dijo nada y se fue. A la semana mi mamá, toda emocionada, me contó: “Rodolfo, Monseñor Barquero lo puso a usted a comulgar con el Papa en la misa de la Sabana”. Y ahí fui, con los Coyolitos, unos amigos de mis tatas, con un “´sanguche” de atún y un jugo de manzana marca “Del Campo” a la Sabana… a la par de Carmen Granados, la popular Rafela, a comulgar en la misa del Papa, por ocurrencia de Monseñor Barquero.

Pasó el tiempo. Yo me hice adolescente, y dicho con propiedad, porque adolecía de gran tensión interior debido a las preguntas existenciales. En uno de esos almuerzos ocasionales en casa, al despedirme, le pregunté:

-¿Monseñor, usted cree en la Evolución o en la Creación?

-Mirá, muchacho-me decía con aquella voz franca y fuerte que no economizaba cuando de soltar carcajadas se trataba- hoy la Iglesia Católica acepta que el Génesis no es historia, sino un reflejo de fe de un Dios que está presente en su obra… sin importar si fueron siete días o millones de años.

-Entonces monseñor, ¿acepta la evolución?

-Pues ya te respondí- me dijo con el rostro serio y luego con una carcajada.

-“Entonces monseñor, si la humanidad fue evolucionando hasta el homo sapiens ¿en qué momento se dio el pecado original? Porque no se puede precisar eso en el tiempo. ¿O es que no hubo un momento puntual de ruptura?

-Bueno, es que lo estás tomando muy literal… el pecado original es la tendencia a pecar que tiene el ser humano…

-Pero entonces monseñor, nunca hubo una ruptura, nunca hubo pérdida del paraíso, al contrario… pasamos de lo instintivo a crear cultura. Más que romper con Dios lo que sucedió fue un proceso de descubrir y crear una fe en Dios… algo que aún no ha acabado porque las concepciones de Dios siguen variando- le dije yo con sincera inquietud adolescente, sin pretender ser pedante, pero de seguro así soné.

-“Monseñor, vamos ya”-dijo mi Tata al fondo.

-Después seguimos hablando de eso, Rodolfillo, tengo que volver a Catedral -me dijo y me puso su pesada manopla en la jupa.

Otro día me invitó a ir de gira con él a San Carlos. Visitamos un montón de casas, y en el camino hablamos de todo. Ese día percibí que en San Carlos se sentía muy a gusto, y aunque no me lo dijo, creo que si entonces hubiera existido la diócesis de Ciudad Quesada él hubiera preferido esa a la de Alajuela. Percibí que allí se sentía más a gusto, quizás con más recuerdos de infancia con alma de campo: franca, sencilla y directa. Ese día subí como siete kilos, porque en todas las casas que fuimos nos dieron tortilla con picadillo, aguadulce y café.

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