
Por: Laura Gámez Cersósimo
Palabras ante la develación de la fotografía del Udalislao Gámez Solano (Puntarenas, 8 de agosto de 1909 - Heredia, 12 de enero de 2005) el pasado 12 de marzo.
Hoy estamos aquí reunidos para celebrar el legado de un hombre, mi abuelo, don Uladislao Gámez, cuya huella sigue viva en la educación costarricense. Y sus acciones resuenan más allá de su propia existencia. Don Lalo era uno de esos hombres que brillan con luz propia, reflejo de sencillez y humildad, honestidad y perseverancia.
Su vida se vio guiada por la misión de hacer que la educación fuera posible para todos; que ningún costarricense fuera privado, marginado o excluido de ella.
Es decir, que la educación no solo fuera un derecho, sino también una oportunidad para nacionales e inmigrantes; y más aún, que se convirtiera en un deber ineludible del Estado costarricense.
Para mi abuelo, educar no era solo transmitir conocimiento, sino abrir caminos, liberar mentes y formar ciudadanos conscientes de su papel en la sociedad. Creía que la educación era la llave del progreso, el motor de la prosperidad y la semilla que da frutos perdurables en la historia de los pueblos.
El Guayacán, como muchos lo conocían, fue el penúltimo de ocho hermanos. Cursó la escuela primaria en su querida Esparza. En ese entonces, la posibilidad de acceso a la secundaria no existía.
Esa limitación, más que un obstáculo, fue el cimiento de su vocación. Fue el desafío que templó su carácter y el impulso que convirtió en un sueño: el de ser maestro y transformar la educación costarricense.
Quién fue don Uladislao Gámez
La historia la conocemos: en 1923, con la apertura de una convocatoria de becas del Ministerio de Educación, mi abuelo vio una oportunidad. Viajó a Heredia y presentó el examen de admisión en la Escuela Normal de Costa Rica. Lo aprobó, y con ello, cambió el curso de su vida.
Aun así, ese sueño, sin embargo, tuvo un precio.
A una edad temprana, dejó su hogar, su familia, sus amigos, todo lo conocido. No hablaba mucho de aquella soledad, pero quienes lo conocimos sabemos que, lejos de debilitarlo, lo fortaleció.
A mi mente llegan recuerdos hermosos de las largas conversaciones en su casa, de lecciones aprendidas frente a esa pizarra en la que escribía sus ideas. El olor de los libros en su biblioteca y de la tinta con la que escribía sus escritos, de aquel olor a café chorreado y a los bizcochos recién horneados que nos invitaban a sentarnos en la mesa. Pero lo que más me gustaba era sentarme junto a él en el piano y escucharlo tocar sus composiciones, tratando de enseñarme a acompañarlo. Y ni qué decir de aquellas reuniones familiares donde tíos, primos y amigos se unían en su casa.
El Guayacán era un hombre que amaba a su familia, y su decisión de llevar la luz a otros, buscando siempre el bien común, fue lo que hizo que sus hijos tomaran con humildad el mismo camino.
Su padre, don Antonio, fue un hombre que respondió al llamado del gobierno de don Mauro Fernández.
Sevillano de origen, llegó a Costa Rica en 1871 con la misión de reformar la educación primaria. Décadas después, su labor sería honrada con la medalla de oro por sus servicios a la patria.
Así, padre e hijo compartieron un mismo destino: don Antonio dejó atrás su Sevilla natal; don Lalo, su hogar en Puntarenas. Ambos supieron que la distancia y la soledad, en lugar de ser una carga, podían ser la fuerza que los llevaría a construir algo más grande que ellos mismos.
Cuando don Lalo llegó a Heredia, encontró en Omar Dengo a un segundo padre. En la Escuela Normal se formó con él en literatura, historia, música y geografía. Y en el piano, su pasión, su expresión silenciosa.
Así, el abuelo, el Guayacán, echó raíces en la enseñanza. Se convirtió en el heredero de dos grandes hombres: su padre, Antonio Gámez, y su maestro, Omar Dengo.
Para nuestra familia, este es un día de profunda emoción y gratitud.
El "benemeritazgo de las letras patrias" no solo honra su trayectoria como educador, sino su invaluable contribución como ministro de Educación de Costa Rica.
Desde las aulas hasta las más altas esferas de la política educativa, dedicó su vida a la enseñanza. Como maestro, transformó la vida de miles de estudiantes; como director, enrumbó a comunidades escolares; como ministro, impulsó reformas que marcaron el camino de la educación costarricense.
El Guayacán luchó siempre por implementar políticas que buscaran cerrar brechas, llevar la educación a zonas más vulnerables y garantizar el acceso al conocimiento.
Durante su gestión, trabajó sin descanso por una educación más inclusiva, equitativa y de calidad. Fomentó la expansión de la secundaria en zonas rurales, mejoró la formación docente y modernizó los programas de estudio académico, la educación técnica pertinente para la competitividad, la modalidad nocturna y la educación superior universitaria, asegurando que Costa Rica estuviera a la altura de los desafíos del siglo XX. Dejándonos como legado la Escuela Normal, hoy el Liceo de Heredia, la Universidad Nacional de Costa Rica y, al finalizar sus días, National University, hoy la Universidad Fundepos.
Creía firmemente en que la educación es el pilar fundamental del desarrollo de una nación. Un sistema educativo sólido forma ciudadanos capaces de discernir la verdad en tiempos convulsos. Y si algo nos enseñó, es que un pueblo educado no solo progresa, sino que también sabe escuchar y dialogar.
La historia nos lo ha demostrado: las naciones con sistemas educativos sólidos han superado crisis, han construido democracias más justas y han vencido la oscuridad con la claridad del conocimiento.
Este reconocimiento que hoy recibimos en su nombre es también un tributo a todos aquellos educadores y líderes que, como él, dedican y dedicaron su vida a sembrar futuro, reafirmando el compromiso de trabajar por una Costa Rica más justa, educada y solidaria.
Porque la educación es más que un derecho; es la semilla de una nación. Y qué mejor ejemplo de democracia real que una educación gratuita disponible en cada rincón del país.
Queremos expresar nuestro profundo agradecimiento a todos los que hicieron posible este homenaje.
A usted, excelentísimo señor presidente del Parlamento Legislativo, don Rodrigo Arias Sánchez; a la legisladora del Partido Liberación Nacional, señora Kattia Rivera; y a cada persona que contribuyó para que la luz del legado de don Lalo, el Guayacán, siga brillando. A don Walter Acosta, José Pablo González y a tantos heredianos que dieron la lucha temprana para que su legado continúe vivo.
A todos ustedes, muchas gracias.

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