Por: Ernesto González, Licenciado en Ciencias Pedagógicas
Siempre he sido del criterio de que las personas que se esfuerzan, estudian, se proyectan metas, perseveran a pesar de los obstáculos... son las que triunfan. Esto me lo enseñaron mis padres, de los cuales no fui muy atento al principio y que posteriormente a base de “encontronazos” logré enmendar, superándome siempre hasta lograr lo propuesto: docente por más de 40 años… y los que faltan.
Mis padres fueron muy estrictos hasta un punto: regaños, castigos (no ir a fiestas). Tal vez el rol de mamá en indicarme “…se lo diré a tu padre, para que…”, siendo ella más benevolente, era darle fuerza (lejos de la equidad de género) para temerle, sino hacía las tareas o si mis notas eran bajas y peor cuando me hacían llamados de atención por quedar aplazado en una asignatura y crisis cuando peleaba físicamente con alguno de mis compañeros de estudio. Felizmente mucho de estos desatinos fueron siendo comprendidos y erradicados con el tiempo. ¡Ellos tenían la razón!
Pero como ser social, humano, me correspondía lo que consideraba en lo personal, transmitir los mejores valores, para tratar que los errores posibles cometidos, tuviesen menos impacto en mis descendientes (me queda claro que nadie escarmienta por cabeza ajena, pero nos corresponde como padres, educarlos)
Hay muchos factores que se achacan a la genética, ciencia que estudia la transmisión hereditaria de los caracteres anatómicos, citológicos y funcionales de padres a hijos. Si especificamos un poco, se transmiten algunos rasgos de personalidad, pero otro elemento que influye y no es genético lo es el entorno. Sí, ese “conjunto de circunstancias o factores sociales, culturales, morales, económicos, profesionales, etc., que rodean una cosa o a una persona, colectividad o época e influyen en su estado o desarrollo”. ¿A qué viene todo lo anterior, se preguntará?
Hace poco recibía una llamada de mi hija, indicándome que me agradecía toda mi insistencia en que estudiara mucho siempre, por logros recientemente alcanzados –esas palabras me dejaron paralizado–, hecho que se trasladaba años atrás a no querer estudiar un idioma (el cual constaba de varios niveles) el fin de semana y que había quedado aplazada en uno de los mismos, porque era “mucha la carga académica” además de los estudios regulares. La medida fue “…volverlo a repetir, estudiar, notas altas… y que cuando se graduara me reembolsaría el costo del curso…”. No estoy claro si más allá de la problemática mundial y actual, de violentar los Derechos Humanos (en la Declaración Universal de Derechos Humanos, adoptada y proclamada por la Asamblea General en su resolución 217 A (III), el 10 de diciembre de 1948 y en particular el artículo 12 (parte de mismo) “Nadie será objeto de injerencias arbitrarias en su vida privada…”), habría yo cometido ese error de actuar con justicia y no actuar con el rol de “bueno”?
En mis tiempos, no dudo que los derechos humanos se violentaban, pero para los padres de hoy, la exigencia, el llamado de atención con elementos concretos y tangibles, con sanciones educativas que permitan reflexionar a los y las jóvenes, no están peleados con los Derechos Humanos. Casualmente en el artículo 26 de la Declaración Universal, acápite 3 plantea “los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos”. Yo me inclino por pertenecer al bando de los justos (que es muy difícil serlo) y no al de los buenos. ¿Y usted?
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