Por: Lic. Ramón María Yglesias Piza
Desde hace algún tiempo existe una cierta tendencia entre los jóvenes (y no tan jóvenes) que afirman no querer tener hijos. Pienso que las razones se podrían resumir en las siguientes: i) quiero vivir mi vida ii) no quiero traer un niño a este mundo para sufrir iii) Tener hijos es muy costoso.
Alguna persona habrá que diga que no le gustan los niños, pero esta es una posición muy poco común, pero tampoco original porque históricamente siempre ha existido gente que piensa así.
Yo pienso que la decisión de no tener hijos no tiene que ver con los hijos propiamente sino en el tipo de relación actual. Hasta hace una centuria más o menos, los hijos representaban una riqueza en el hogar, no sólo por la alegría que traían y las fuentes de amor y entrega que generaban, sino también porque, cuando crecían, representaban una ayuda adicional en la manutención de la casa. Para el agricultor o el ganadero o el pequeño empresario (que eran casi todos) el hijo representaba una fuerza de trabajo adicional que cooperaba en la obtención de los bienes necesarios para el sustento de la familia. Su buena crianza constituía una buena inversión para el futuro, al menos hasta que se independizara e hiciera su propia vida. Además, siempre existía la esperanza de un hijo que tuviera habilidades y oportunidades mejores que sus padres.
Además, se tenía la certeza de que los hijos enriquecían a la sociedad con nuevos miembros útiles y por eso se consideraba prácticamente un deber familiar y social el tener hijos.
Hoy esas ideas han cambiado, al menos entre la clase media. Desde hace algunas décadas los hijos no constituyen una inversión directa, porque su labor principal es formarse profesionalmente para aspirar a un trabajo que les permita ganarse el sustento. Son pocos los que trabajan para el negocio familiar, incrementando los ingresos.
Además, erróneamente ya no se considera un deber familiar o social la procreación. Digo erróneamente porque ninguna sociedad que diezma su población tiene oportunidad de crecer social y económicamente. Los nuevos miembros siempre enriquecen a la sociedad y la familia.
Pero la verdadera razón por la que no se quiere tener hijos hoy día es por una falsa idea de que los hijos impiden la propia realización personal o el disfrute libre y placentero de la vida. No puedo rebatir eso, pero simplemente diré que no estoy de acuerdo con esa posición.
Nuestro éxito personal radica precisamente en la entrega: a todos nos complace brindar correctamente los servicios para los que nos hemos preparado; realizar correctamente una tarea que otro necesita y que agradece. La felicidad está en el servicio y la entrega.
Otra cosa distinta es lo placentero. Me produce placer una buena comida, el sol mañanero pegándome en la cara, una buena tanda del ejercicio que disfruto, una buena comida o un buen vino. Esto es placentero. Pero es más placentero cuando lo podemos compartir. No concibo que alguien disfrute todas estas cosas si no tiene con quién compartir su vida y entre más se comparte es todavía más placentero.
En todo caso, la verdadera felicidad está en la entrega al otro porque lo que realmente nos satisface es la empatía, la sensación que percibimos cuando el otro queda satisfecho de nuestra labor: un favor, un servicio profesional, la correcta realización de una tarea, etc. El mejor estímulo para la vida y para ser feliz es saber que te quiere y que te espera. Que hay alguien que cuenta con vos y que lo agradece.
Los hijos y la familia representan la primera y más eficaz oportunidad para aprender a ser felices conviviendo y sirviendo. No hay nada comparable con el beso cariñoso que te da un hijo cuando se retira a dormir o cuando muestra esa cara de felicidad y satisfacción por compartir contigo una tarde deportiva o de aventuras. El día cambió y la vida tiene otra perspectiva.
Los hijos no esperan un mundo sin problemas ni dificultades, no esperan un mundo sin carencias ni retos. Los hijos esperan una familia y, sobre todo, unos padres que los quieran. Sentir ese amor y esa entrega solventa cualquier adversidad.
¡Vale la pena asumir el reto!
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