
Por: Ramón Yglesias Piza, abogado
Siempre he evitado recurrir al criterio de que el pasado siempre fue mejor, porque la concibo como una falacia de generalización. Sin embargo, en el tema de la libertad de los menores creo que sí deberíamos dar una vuelta para lograr mejores resultados.
La libertad consiste en la capacidad de asumir las consecuencias de los propios actos, en el entendido de que la persona conoce (o debe conocer) los efectos que le serán imputables por su conducta. Sin embargo, los menores de edad y las personas que tienen una capacidad racional limitada, gozan de una protección legal y social que restringe la aplicación automática de tales consecuencias en atención a la presunción de su inmadurez racional. Entendiendo que el sujeto no tiene la capacidad para entender con claridad cuáles son las consecuencias de sus actos, tales consecuencias se le atribuirán en cuanto le favorezcan, pero se limitará esa atribución cuando le perjudique.
Así, como regla general, yo puedo hacer mío el producto de mi ingenio y de mi trabajo, de ahí que la libertad y la propiedad privada sean conceptos estrechamente vinculados entre sí. Si yo realizo un acto de disposición patrimonial, asumiré las consecuencias de tal disposición en ejercicio de la libertad de contratación.
En el ámbito social, yo soy libre de expresar mis ideas y de realizar los actos que me plazcan precisamente porque la sociedad y la ley me atribuirán las consecuencias de tales actos, sean negativos o positivos. Esa es la regla. Por eso la libertad no puede entenderse sin la responsabilidad. Tampoco se me puede exigir responsabilidad por un acto que no sea libre.
Por eso, la libertad que nuestra legislación concede a los menores de edad debe entenderse en ese sentido, pues sus actos no tienen la misma dimensión de libertad que el de una persona adulta, precisamente porque la atribución de las consecuencias no siempre le son imputables. En la mayoría de los casos, las consecuencias de los actos del menor le son atribuibles a sus padres, que tienen a cargo su formación y protección.
Por supuesto, eso no quiere decir que no le sea atribuible ningún tipo de responsabilidad. La disciplina, en cierto grado, sí le es imputable pero más por contribuir al proceso de formación que por un principio de libertad. Del mismo modo, los méritos de sus actos le son imputables por criterios de justicia, pero con un alto nivel de protección. Así, por ejemplo, si un menor obtiene un premio de lotería o rendimientos económicos por un acto propio, esos ingresos le son atribuidos pero su administración corresponderá a los padres o a un tutor que debe gestionar esos recursos en beneficio del menor.
Al educar a nuestros hijos debemos tener en cuenta esta dimensión del ejercicio de la libertad, para ejercer adecuadamente las labores parentales. Dada la inmadurez del desarrollo, los menores deben estar sometidos, en primer lugar, al régimen de obediencia y respeto a sus padres precisamente porque no pueden ejercer plenamente la libertad pues las consecuencias de sus actos no les son imputables en su totalidad.
En algún sentido, siento que debemos rescatar esta dimensión para ejercer adecuadamente nuestra autoridad parental en forma eficiente y responsable (responsable, porque se nos imputan muchos de los efectos de la conducta de los menores).
Los menores deben responder, en primer lugar, a sus padres a quienes deben obediencia y respeto. Los padres tienen la atribución de orientar, formar y educar y tienen entonces la capacidad para definir los límites del comportamiento.
El sometimiento a la obediencia y a la guía parental no debe ejercerse en forma violenta. Más bien, debe inculcarse esta idea en los niños desde los primeros años de su vida, para contribuir a su formación. Una correcta instrucción en ese sentido nos ayudará a formarlos mejor y prevendrá muchos inconvenientes y “dolores de cabeza”.
Por último, es importante tener claro que esa responsabilidad de formación y educación compete a los padres exclusivamente. El Estado debe cooperar y apoyar a los padres, pero nunca sustituirlos, precisamente porque la responsabilidad de los actos de los menores se atribuye a los padres y no al Estado. Por eso, cualquier intervención del Estado en los campos de la educación, la formación o la instrucción, que intente suprimir o sustituir la voluntad parental, resulta excesiva e injusta. Solamente se justificaría la intervención estatal cuando sea estrictamente necesaria para proteger la vida o la integridad física y moral del menor, pero eso será cuento de otro comentario.
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